MI MADRE

calle Trobat, 16, la tienda de mis padres
Acaban las fiestas de San José. Fallas, pólvora, música en la calle, ruidos constantes, gente alegre, diversión, algarabía, bullicio, todo el día bullicio. La música no cesa, "Paquito el chocolatero", petardos, bebida y alegría -falsa o auténtica-. Sol, terrazas llenas de gente que celebra la inminente llegada de la primavera. El eterno comienzo de la vida.


Mi madre se está muriendo. Dolor intensísimo. Gritos, a veces por el dolor insoportable. Abajo, en la calle, la música y el ruido de la pólvora no cesan. Contraste inmisericorde. La vida se le escapa entre la aflicción de los hijos, que ante ella fingen y la animan. Los nietos también están por allí, de cuando en cuando, dando normalidad a una situación sin sentido. Más familia y algún allegado viene a verla con la tristeza de que María se está yendo, y lo va a hacer para siempre. Alguien da excusas para no acudir. Es mejor. En estas ocasiones, cuando se avisa es casi siempre por compromiso. Algún otro acude cuando María está ya en coma profundo y no puede sentir la alegría de por fin verlo. Esto último no tiene perdón. No lo tuvo ni jamás lo tendrá por mi parte.

María siempre ha vivido para los demás, nunca lo hizo para ella. En su mesa siempre hubo un plato de comida para el que a última hora acude. Nadie marchó de su casa sin alimentos en su cuerpo y cariño en su alma. María no tiene tiempo de descansar. La vida ha sido dura con ella, pero la alegría era un componente de su corazón y junto a ella todo parecía más fácil. Maria, mujer luchadora incluso con el cáncer destruyendo sus entrañas.

María afrontó las penurias de la posguerra, siempre trabajando, aprendiendo a leer y a escribir de manera autodidacta. No eran tiempos de escuela, ya de niña había que ayudar en casa, y así lo hizo, entre canciones de copla -las de entonces- y vital alegría. Casó muy joven. Su marido fue un buen hombre, pero la que afrontaba siempre los problemas era ella, sin cansancio, con valentía. 

Tuvo que sufrir, desgarrada su alma, la muerte de una de sus niñas. En aquel entonces, la pequeña. La pulmonía pudo con las escasas fuerzas de su corta edad. La otra, presa por la epidemia de polio que tantas vidas arrasó, quedó viva. Pena de no ser ella la muerta, en lugar de la sana. Eso decía la gente, y María se revolvía como una leona contra las lenguas desconocedoras del amor de madre. Nació un tercer hijo, varón. Y, bastante más tarde, otra hija, la pequeña de verdad. Hoy en día también madre y hermana.

María se nos fue la madrugada de un 22 de marzo. Va a cumplirse de ello 11 años. ¿Tanto tiempo ya?
Su marido marchó año y medio antes. María quedó sola sin los cuidados que tenía que dedicarle al marido enfermo y que la ocupaban las veinticuatro horas del día. María, a quien la dura enfermedad de su nieto Daniel la hirió de muerte, parecía no poder con tanto dolor a su alrededor. Aguantó fuerte los sufrimientos del esposo y sus sospechas de infelicidad de su hija en su matrimonio. La hija que también tuvo que plantar cara, con todas las agallas, a la vida y a la muerte.  

María, fuerte. María, luchadora. María, valiente. Hasta que no pudo más. Había inculcado a sus hijos los valores de la honradez, del trabajo ganado y del valor de la cultura y los estudios. María fue una mujer adelantada en sus tiempos: la Universidad para sus hijos, por un trabajo y bienestar económico futuros, y por un despertar de la ignorancia que ella conoció en tiempos de la dictadura.

María nos dejó para siempre. Ella no quería. Se resistía a aquella inyección que apaciguaría su dolor, pero que, quizá, no la dejara ya despertar. Así ocurrió.

El próximo martes, 22, será el undécimo aniversario de su partida. Las fiestas josefinas y la llegada de la primavera se la llevaron a ella. 

Días tristes éstos. Su presencia y su recuerdo están siempre presentes en mi mente. No son una obsesión, pero sí una compañía perenne a quien le consultaría, le pediría consejos...Ella hubiera conocido momentos desagradables acaecidos después de su marcha, pero la presencia de sus nietos y biznietos la harían inmensamente feliz. María jugaría con ellos como si su misma edad tuviera; como hacía con nosotros, sus hijos, de pequeños.

Los que todavía viven, porque la recuerdan, siempre dicen cosas hermosas de su persona, y es que no es para menos. María fue una gran mujer. Su memoria es un testimonio impagable.



Gracias, mamá, por todo, por tu gran amor, por tus consejos, por esa bondad infinita, que, de jóvenes tal vez no supimos apreciar como debíamos. Te quiero.

Comentarios

  1. Como ya te sigo. Hoy, he encontrado el homenaje a la madre "viva" en el sereno amor de tu pensamiento. ¡Cómo son las madres! ¡Y cómo se les echa de menos! Algunos nos quedamos con la duda, si nos faltó tiempo... Un abrazo Maria.

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  2. Muchas gracias, ante todo, por tu sensibilidad. Es cierto que siempre queda la duda de haber obrado lo suficientemente bien con nuestros padres.
    A mí me queda una especie de mala conciencia, que en estas fechas especialmente, se me remueve hasta dejarme inmensamente triste. Están quemando las últimas fallas en estos momentos, y este hecho me ayuda a respirar mejor.

    Te reitero muy sinceramente las gracias.
    Un abrazo.

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  3. Emocionante relato, lleno de amor y sensibilidad. Que el tiempo vaya haciendo su labor y que el recuerdo se vaya tornando lo más agradable posible, sin que ello signifique olvido..
    Un abrazo

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  4. Muchas gracias, Paco. Eres sumamente amable.
    Cierto es que el paso del tiempo consigue amortiguar el dolor.

    De toda la gente que, en algún momento, me ha mencionado a mi madre, todos han coincidido en la bondad y entrega a los demás de mi madre querida.

    Fue una gran persona. La pena es que, cuando somos más jóvenes, no siempre somos capaces de reconocer estos valores. Ya lo dijo Antonio Machado: "Sólo se canta lo que se pierde".

    Un abrazo.

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